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Concepto y dirección: Matilde Marín
Edición: Daniela Muttis
Sonido: Nicolás Diab
Performance: Karina Miño
Formato de proyección: mp4
Códec: H264
Tamaño: 1920×1080
FPS: 25
Sonido: Estéreo
Duración: 3’48’’
Buenos Aires, 2005
Teresa Macri, un diálogo con Matilde Marín
Teresa Macri: ¿Qué influencia tienen las nuevas tecnologías digitales -fotografía, video-instalaciones- dentro de tu última búsqueda?
Matilde Marín: Creo que las nuevas tecnologías funcionan como un círculo o laberinto, si no se los recorren no se puede decir si sirven o no. Para quienes nos formamos con la materia, la transición hacia la desvinculación con la obra directa en el momento de la creación supone un cambio conceptual. La reflexión se inicia conceptualmente y este es el cambio experimentado en estos últimos años y su desafío.
Asumo el advenimiento de las nuevas tecnologías y su relación tan estrecha con el arte contemporáneo en dos direcciones: una, es facilitación formal del trabajo del artista y la otra -realmente su aspecto más importante-, es la “posibilidad” de reflexionar sobre la imagen desde un sitio diferente. Este es el aporte que más me interesa y su probable influencia en mi trabajo. Las nuevas tecnologías proponen formas de representación distintas y si uno está “alerta” se convierten en una introducción a otra comprensión del sentido del arte.
TM: Osvaldo Soriano escribía que “La memoria hace crecer cada cosa”. ¿En qué estrato se halla tu memoria subjetiva?
MM: Hay muchas memorias, la cultural, la histórica, la político-cultural, hasta la de los ordenadores. Mi memoria subjetiva, la que me interesa, la que crece y aparece como tema en mi obra es la que yo llamo “memoria interna del hombre”. Es una memoria activa. Las series “Desde el muro”, “Fragmento del gesto inicial” y “Juego de manos” han partido de esa memoria.
TM: ¿Cómo se relaciona el presente con la memoria y se convierte en narración de lo real?
MM: Me interesa la capacidad de la memoria que trabaja y se transforma en el cruce de la memoria personal con los registros histórico-culturales; la memoria que no es sólo recuerdo, para que pueda transformarse en un gesto real. Con el recuerdo no se puede lograr una acción de arte.
TM: Okwui Enwezor, director de la última edición de Documenta, sostiene que en la muestra “la actualidad de lo existente es desarrollada como necesidad representativa en el plano simbólico y sociológico”. ¿Te parece que esta es una proyección imaginaria imprescindible para el arte contemporáneo?
MM: Es una pregunta que es parte del debate actual. El arte contemporáneo se ha transformado en una ventana necesaria para producir esa proyección de la que habla Enwezor, creo que esto está en proceso de desarrollo. Si lo existente ha superado la representación, el arte debe recuperar la capacidad de preguntarse y transmitir. Hoy muchos artistas reflejan en sus obras las transformaciones del entorno social y cultural, la realidad pasa al plano simbólico para ser transmitida de otro modo. Es la imagen del artista testigo. Como artista uno puede optar por producir obras sin contexto u obras que reflejen un compromiso con el presente. Prefiero esta segunda opción.
TM: El proceso de globalización tiene en sí mismo un desarrollo ambivalente: otorga visibilidad a las culturas extra-occidentales pero, por otra parte, las estandariza. ¿Cuál es tu opinión acerca de este riesgo?
MM: Desde hace tiempo viajé por Latinoamérica y fui viendo los efectos de la globalización en muchas de sus ciudades, en la suplantación de las artesanías y en el lento borrar de muchas de sus marcas culturales. La globalización nos ha hecho vivir de un modo inédito en la historia de la humanidad; los relatos veloces de la información, la despersonalización de las ciudades a través de los efectos de imágenes publicitarias globales. Es un fenómeno aún inabarcable ante el cual nos hallamos desprotegidos. Es un acontecer maléficamente seductor, aunque es imposible saber cuáles son los valores que terminarán trascendiendo.
TM: ¿Qué reflejo existe en el imaginario artístico acerca de la conflictiva situación política y económica en la Argentina? ¿Qué debates ha suscitado esta situación en tu trabajo?
MM: El actual conflicto político-económico de mi país ha dado lugar a un movimiento marginal del que se podría hablar como el “arte en la calle”, es algo que está formándose, que está en camino. En otro lugar, lo que me ha generado a mí como artista es la necesidad de profundizar la reflexión y dejar algún testimonio personal de este momento inédito del país. Recordé una frase de Shakespeare -“Trabajar la paz del presente”- que había sido motivo de una exposición mía hace varios años y le di forma de video. Utilicé la mirada de múltiples personas que recogí en la calle como testigos de este deseo y de este momento.
TM: El filósofo Giorgio Agamben hace la síntesis de la actualidad señalándole como el tiempo de la “comunidad que viene”. Otorga la representatividad a la comunidad: ¿es este el desplazamiento hacia dónde el artista tiene que proyectar su propia búsqueda?
MM: Cuando iniciamos el siglo pensé que debería ser el momento de la solidaridad, que era lo único que nos podría proporcionar una vida bien concebida. Quizás la comunidad sea un lugar posible desde donde volver a construir la textura de una nueva sensibilidad.
Teresa Macri
Roma, 2002
La calle es un rizoma semántico, un laberinto físico, un sendero mental y es, sobre todo, el espacio en que las existencias marginales se cruzan. A veces, esas existencias se anudan entre sí sin una razón precisa, ligándose con un hilo de nylon invisible y fuerte; se marcan recíprocamente, evaporando las diferencias de género, clase e idioma existentes. Porque la calle, como un contenedor infinito, recoge, concentra y reúne todo el prisma existencial, evidenciándose en un filtro óptico y rearticulándolo en un nuevo orden incontrolable e irrepetible, como una geometría euclideana que, sin embargo, deja espacio al encanto de la sorpresa y la maravilla del estupor.
Matilde Marín, probablemente, ha vivido extemporáneamente el encanto de la sorpresa y la maravilla del estupor en el espacio indócil de las calles porteñas, en el frenesí de la multitud indistinta y en la rutina de la cotidianeidad. En la incertidumbre desestabilizante de la recesión económica y de la devaluación salvaje, como un hechizo de un relato de otro tiempo y con la fatuidad del caos contemporáneo, la misma paradojal y creativa Argentina ha reinventado nuevas formas de economía informal, transitoria y clandestina –absoluta, desesperada y de emergencia–, a veces de manera individual y, las más, desde enclaves de los desheredados. Pero, en esta precipitada aunque anunciada quiebra nacional, el espacio de la invención no se ha rendido a la pérdida de la esperanza y un sentimiento de necesaria ilusión ha cancelado el sentido de desesperación.
En este espacio callejero, precisamente, Marín ha percibido un nuevo símbolo, como una imagen eidética y profética, o mejor dicho, como la enésima paradoja de su vituperada Argentina. Un símbolo absurdo y quimérico como los glaciares de ensueño de la Patagonia, pero húmedo como la pampa. Una paradoja inédita que se distancia y contrasta con los frenéticos y perennes “tangueros” que irrumpen y giran en las calles porteñas, indiferentes a los flashes afilados y estúpidos de los turistas europeos a la búsqueda del estereotipo y de sensaciones del marketing étnico. Un fetiche de una economía hundida bajo los golpes de un neoliberalismo indigesto de “pizza con champagne” y reencarnado en la ilusión de un boom económico desinflado en la amarga conciencia de la decadencia.
En este desastre acumulado por diferentes generaciones, Karina –la desplazada que circula por las calles de Buenos Aires, ofreciendo muñecos realizados por ella misma que sirven para soplar pompas de jabón– es la imagen paradigmática de aquella sociedad de la incertidumbre que el sociólogo Zygmunt Bauman ha entrevisto como paradigma del miedo postmoderno.
“En lugar de suscitar una rápida adecuación de las políticas administrativas, el temor debido a la falta de certeza obliga al individuo a un frenético esfuerzo de autoformación y afirmación. La incertidumbre debe entonces ser vencida con los propios medios; la insuficiencia de explicaciones y de remedios externos debe ser compensada por aquello que se puede construir autónomamente. En este punto, la falla o imposibilidad de llevar a cabo el proceso de autoformación genera lo que podemos llamar miedo a la inadecuación, un nuevo temor angustiante destinado a sustituir el precedente temor a la desviación. Una inadecuación postmoderna, que reconduce a la incapacidad de adquirir la forma y la imagen deseadas, cualquiera ellas sean, a la dificultad de mantenerse siempre en movimiento y de detenerse en el momento de la decisión y de ser, al mismo tiempo, arcilla moldeable y hábil escultor”.(1)
De hecho, Karina es “arcilla moldeable y hábil escultora” de sí misma, espectro descarrilado de una condición de inexorable “uncertainization” que domina y amedrenta a una humanidad indefensa, aquella en la cual el individuo se halla en permanente conflicto con el ciudadano. Para decirlo mejor, una humanidad en la que la subjetividad está aplastada por la carencia de derechos civiles y violada por la desertificación del presente y por el dominio del vacío, entendido como concepto físico y mental. Sin embargo, Karina es el símbolo mismo de una suerte de negociación con este vacío y de una tregua con la disolución de las certezas.
Karina es, también, el símbolo de una comunidad en crecimiento devastador e ilimitado, aquella que señala capas marginales y deformes de la exclusión social, tan cosmopolita y desbordada del mercado laboral global, que representa un área de conflagración. Esta suerte de paisaje terminal deambula como una herida o como una metástasis dentro de las ciudades globales, que conforman continentes cada vez más explosivos, siempre más saturados de urgente necesidad. En los intersticios de este congestionamiento social, personajes como Karina crean un no-lugar, una especie de fuga visual y corporal del control social. Es una suerte de resistencia imaginaria, ilusoria pero también palpable, a la entropía urbana.
Marín comprendió esta señal iconoclasta contemporánea, de utopía creativa y de dislocación espacial, reificando su urgente realidad. El valor semiológico de la acción de Karina es doble ya que aparece como sueño o como pesadilla. Aparece como una forma indeleble de atomización social, metáfora de un conflicto urbano, exacerbado por la recesión económica argentina y por la contradicción endémica del sistema global –por la metástasis de un siempre más dificultoso control económico– ante la cual, sin embargo, Karina no se entrega. Y es ella misma un pequeño proyecto de vida transitorio y efímero que se disloca en el imaginario urbano como un momento de esperanza. Pequeña y débil, como sus muñequitos que dibujan pompas de jabón; extremo y perecedero poema de la “uncertainization”. Puesto que Karina es, sobretodo, un fetiche desarmante, cargado de significados simbólicos y de alarmantes premoniciones. Matilde Marín entreteje en su serie fotográfica –casi una secuencia fílmica subjetiva, un docudrama– la historia de Karina, como individualidad y criatura absolutamente simbólica y como un deshojamiento activo de la fragmentación colectiva.
Sin utilizar una retórica furiosa y estigmatizadora, Marín condena de manera inapelable la deriva global en la cual una humanidad, aparentemente esquemática pero estructuralmente caótica, está precipitándose indefectiblemente hacia su deflagración social e intelectual. Matilde Marín prefiere la aventura personal y “solar” de una Karina que es una suerte de bruja contemporánea, que reconquista con las armas de la imaginación el territorio urbano, reinventa la geografía de sí misma y reinscribe su propio espacio de felicidad o de infelicidad. Más visionaria y libremente que los cristalizados “tangueros” de la calle, Karina vende las ilusiones de un juego, poniendo en práctica una paradoja que pareciera sintetizarse en la sarcástica frase: “a veces hacer una cosa acaba en nada”, como lo es, justamente, soplar con una pequeño muñeco pompas de jabón que explotan en el aire, en el espacio febril de un instante. La felicidad y la ilusión tienen un tiempo efímero al que le sigue el tiempo de la conciencia; pero esto es lo que Karina prefiere postergar. Marín le concede este tiempo, que nosotros no vemos porque se halla disuelto en la privacidad del personaje.
Marín pareciera querer devolvernos una vez más a este espacio invisible, a este desbordamiento espacial-temporal, con la fuerza de la imaginación ya que ésta es, precisamente, la que a menudo suple a la realidad precaria, distrófica. La imaginación destaca a Karina como un hada o como una derelicta, como un deshecho de la sociedad parecido a un cartón abandonado e inútil en las calles porteñas. También la ve, ni más ni menos, como un escultor que plasma la volumetría de su propio ser, que delinea la impalpabilidad de las pompas de jabón, que recupera las fisuras de la sociedad y las cicatriza como una herida. Porque Karina es una herida aún sangrante de una ciudad atacada por el miedo de su parafernalia; como tantas ciudades del mundo en este universo seccionado y rasguñado por la anomia global.
La mirada oblicua que Matilde ofrece es múltiple y polimorfa, como si fuera la extrajera de un prisma caleidoscópico cuyos colores y formas disparatadas se reúnen y se separan entre sí, para recomponerse una vez más, infinitamente. Retrata a Karina como un ángel inesperado, descendido de las nubes crispadas para traernos una sonrisa; la retrata como una especie de máquina del deseo que responde a la demanda de felicidad de un peatón anónimo, como una especie de demonio bajo la piel de la ciudad implosiva. La artista la ve como un chamán terapéutico que puede recuperarnos del abismo, de la pérdida de la fe. Al mismo tiempo, percibe a Karina como el signo de una marginalidad congestionada, que se disimula entre los secretos pliegues de la ciudad, y hasta como malabarista improvisada. Karina es todo esto, pero representa también la atrofia del sistema. Karina en su definición más simple representa la utopía y, a pesar de ella, es su metáfora perfecta.
Entre el encanto y el sufrimiento, Marín circunscribe el espacio de la invención fotográfica a la perspectiva socio-antropológica, esa tierra mágica que entrelaza cultura y conciencia, descubrimiento y distanciamiento. Lo hace, como siempre por otra parte, intensificando la condición mínima y exigua del sujeto individual y de su identidad en el mundo. El espacio del ser, por más mínimo y mudo que pueda parecer en la infinidad de la multiplicidad, es en realidad el espacio interpretativo e interrogativo a través del cual el universo suma sus partículas infinitesimales para constituir su totalidad. El espacio del ser conduce nuevamente a la complejidad del mundo, cuyas variaciones, diferencias, atonalidades y fugas establecen una armonía semejante a un magnífico y desestabilizador concierto de Glenn Gould.
Teresa Macrì
Roma, 1º de agosto de 2005
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