Cartones y papeles, piolines, ramas, piedras, cintas de embalaje, bolsas, alimentos, pompas de jabón y hasta líneas en el espacio, son convocados por Matilde Marín en estas series de fotoperformances.(1)
Las manos de la artista, común denominador de todas las imágenes, tutelan la inclusión de los objetos y los activan fáctica y semánticamente. Los sostienen, juegan con ellos, los ofrecen, los acarician, enfatizándolos y transformándolos.
De ellas no sale un producto plástico concreto –una escultura, un grabado, un libro, una construcción en papel, acordes a su formación y trayectoria–, sino que sus gestos y la expresividad de su comparencia física, crean imágenes de fuerte carga simbólica que reemplazan la factura artesanal y apuntalan el poder estético de una idea. Se trata ante todo de una cuestión de intensidad.
Su puesta en escena comenta, casi mejor que de cualquier otra manera, la relación entre el ser (artista) y el hacer (artístico), esa todavía sorprendente indiferenciación, que amalgama en el acto creador, objeto y sujeto.
Procedimiento: el camino hacia la imagen
La complejidad del método, que implica un trabajo en equipo, habla de la posición poética implicada. Tras la elaboración del guión y los ensayos realizados con sus asistentes, es un técnico quien efectúa en su estudio las tomas fotográficas. De esta manera se gesta la distancia necesaria para que la artista agudice “su mirada” sobre elementos y posturas, sobre como se ve realmente aquello que imaginara. Y en esta doble y dialéctica intervención –de exhibicionista y de “voyeur”–, elige, ajusta, encuadra, define, tanto en el momento de selección de pruebas como en el proceso de laboratorio. Allí se completan los efectos de oscurecimiento periférico y la acentuación de las luces que bañan y realzan las imágenes. El tamaño y el número de copias son determinados con los mismos criterios que ha adoptado para sus grabados. Tiradas reducidas o con características especiales para cada ejemplar, limitan la profusión a la que el múltiple daría lugar, contradiciendo esta condición y transformándolo casi en pieza única.
Los tonos sepias, logrados con película color copiada con proceso blanco y negro, refuerzan formas y actitudes, y los recubren de cierta pátina de nostálgica antigüedad. Las composiciones remiten al género de la naturaleza muerta, que es tratado con el claroscuro y la teatralidad propios de la pintura barroca, período de la historia del arte en la que esta tipología se consolida.
Bricolage (2) contemporáneo
Luego de los conflictos políticos y económicos que desembocaron en el estallido de diciembre de 2001, la crisis sobrevino en forma aplastante sobre los argentinos y las consecuencias sociales y morales se volvieron cruelmente evidentes durante el
siguiente año. Es entonces cuando Matilde Marín comienza esta serie que continúa hasta hoy, tratando de plasmar un tema delicado y doloroso, sin renunciar a la metáfora poética –como cualquier artista bien nacido debe hacer–, evitando cuidadosamente la mera protesta panfletaria.
Fragmentos de papeles, cartones y plásticos, enseres de embalaje como la cinta engomada con la palabra “frágil” –que parece aludir a más de una realidad–, bolsas de las que últimamente se usan en la campaña de selección y recuperación de residuos con leyendas en color verde –color del reciclado, de la ecología, pero también de la esperanza–, dan inicio a este conjunto.
El embellecimiento de los desechos utilizados, conseguido por una esmerada iluminación, así como por los diferentes pasos técnicos implicados–desde la toma hasta el copiado final–, está singularmente ratificado por el gesto corporal, que los muestra en sutil actitud de ofrenda.
Esta estetización parece corresponderse con una valoración de estos materiales de desperdicio que pueden transformarse en “preciosa” mercancía, cuyo producto, obtenido con esfuerzo, dé de comer a una familia. Parábola de la alquimia del arte que transmuta en hermosas imágenes los elementos más depreciados, las actitudes más triviales, los gestos más cotidianos, aquí se pone el foco en la posibilidad de que esa clase de conversiones trascienden en bien social. Las implicancias éticas de este tipo de proposiciones, resignifican los alcances de la acción estética.
En ese sentido es que la posición de los brazos forma la concavidad que podría mecer a un bebé, y la fotografía en que este gesto aparece vacío, evoca la orfandad de todo recurso. Pero también se constituye en el lugar en donde instalar una promesa. En cada una de las composiciones se construye progresivamente una metáfora en la que se va mostrando, a partir de la urgencia de “no tener nada entre las manos” o de “quedarse con las manos vacías”, que también existe un mundo de probabilidades. El hueco se hace evidente al romperse y desaparecer las falsas promesas que encubren una expoliación, a la que Argentina y un número creciente de sus ciudadanos son sistemáticamente sometidos desde hace años. Disipados los espejismos quedan nuestros brazos para arrullar y construir un futuro incierto, áspero, pero no imposible.
Y esa construcción requiere de un primer acto de donación, de esa ofrenda que toda catástrofe reclama. Los brazos se van llenando: de envases vacíos, de papeles, cartones y plásticos, de todas las cosas de las que se valen aquellos que viven de reciclar la basura. Marginados por la creciente desocupación que impera desde hace más de una década, recurren a este oficio de “cartonero” que implica revolver y separar lo que para algunos es desperdicio, y que para otros se transforma en recurso para la subsistencia diaria.
La actitud de ofrenda continúa en piezas sucesivas. Ahora los brazos se llenan de alimentos: frutos, carne, pescado, leche, todos productos que la feérica naturaleza del país insiste en ofrecer y que, tanto el retraso cultural y educativo como la injusticia distributiva, convierten en motivo de ignominia comunitaria. La desnutrición hace estragos en una tierra que tiene la capacidad de producir alimento suficiente para un número de personas varias veces superior al de sus habitantes.
A esta realidad se opone el bello gesto del acto solidario, el milagro de la transformación, el señalamiento, y por ende la toma de conciencia de las posibilidades que tenemos entre manos, si somos capaces de vislumbrarlas, de compartirlas, de procurar su concreción y defensa.
Fragmento del texto de Adriana Lauria
para el libro Matilde Marín, Bricolaje Contemporáneo
Buenos Aires, 2005
1. Muchas veces la única consecuencia tangible de una performance –género que en las artes visuales implica la presencia del artista realizando una acción–, es una fotografía o un film. Esto termina derivando en acciones directamente diseñadas para el registro óptico, que dan lugar a la fotoperformance y la videoperformance. Si bien estas modalidades se tornan frecuentes a
partir de los años 60, época en que la performance se convierte en una de las manifestaciones del arte conceptual, pueden rastrearse antecedentes. Durante las primeras décadas del siglo XX encontramos acciones realizadas especialmente para la cámara, como las de los dadaístas Marcel Duchamp y el fotógrafo Man Ray, algunas de ellas llevadas a cabo en colaboración. El arte argentino ostenta una tradición propia, bien representada en los años 60 por los Vivo Dito de Alberto Greco, y en los 90 por la producción de Liliana Maresca y Oscar Bony.
2. “Bricolaje” es una palabra francesa que proviene del verbo “bricoler” que significa poseer gran habilidad sobre todo para las labores manuales. Por extensión, se ha utilizado internacionalmente como un término que designa las reparaciones y trabajos que se realizan por propia cuenta en el ámbito doméstico. Siguiendo las reglas ortográficas españolas, su grafía es “bricolaje”, pero en este caso se ha preferido la versión francesa, posiblemente por la resonancia que tiene con el término collage, de tan fecundo arraigo dentro de la actividad plástica.