Por Alfredo Torres
Toda obra de arte supone una aproximación manifiesta o sutilmente lúdica. En esa simulación perfecta configurada por cualquier imagen artística verdadera, la capacidad de jugar es presupuesto imprescindible. Siempre, aun para exorcizar angustias y desolaciones, aun para establecer instancias contenidas o desbordadas de lo dramático. Particularmente cuando, como en este caso, la propuesta elige transmitir un gestus que es puro y decidido juego. Mejor dicho, un fascinante despliegue de juegos concéntricos, conjugados o que superponen estrategias.
No es casual, en consecuencia, que Matilde Marín, elija partir de un registro fotográfico. Después de todo la fotografía supone, a través de la irrupción del corte, un juego terminante capaz de alterar definitivamente toda certeza sobre el espacio y el tiempo. Pero, además, como la cuestión a ser fotografiada constituye un acto de prestidigitación, el corte juega traviesamente, más que nunca, a fijar instantes. Juega sobre el “juego de manos” intentando, vanamente, apresar secretos. “La fotografía es una partida siempre en juego en que cada jugador (el fotógrafo, el espectador, el referente) se arriesga intentando dar un buen golpe. Serán válidas todas las tretas. Habrá que aprovechar todas las ocasiones. Y cada vez que se ha jugado, se repite un nuevo golpe (la compulsión a la repetición es algo esencial al acto fotográfico; no se toma una foto, sino por frustración; se toma siempre una serie -ametrallamos primero, seleccionamos después-; sólo produce satisfacción fotografiar a ese precio; repetir no tal o cual sujeto, sino repetir la toma de ese sujeto, repetir el acto mismo, recomenzar siempre, recomenzar eso, como en la pasión del juego o del acto sexual: no poder dejar de dar ese golpe). Y a cada golpe que se da, pueden cambiar todos los datos, pueden rehacerse todos los cálculos: en fotografía todo es cosa de golpe por golpe. Es la lógica del acto: local, transitoria, singular”. (1)
Matilde Marín organiza toda la puesta en escena previa a la toma: decide intensidad de luz, contrastes, encuadres, aporta sus propias manos como sujeto para cada registro. La impremeditada ritualización teatral indica el comienzo del primer juego. Pero el armado minucioso de ese ritual no pretende un resultado único, se obtienen muchas y muchas pequeñas fotos de contacto; cada una aportando variantes mínimas o significativas. Segundo juego, entonces: la repetición de la toma, la reiteración persistente del corte. Así, después, partiendo de los múltiples registros fotográficos proporcionados por el juego de detener el tiempo, de sustraer una parcela de espacio, organizar un tercer juego, eligiendo, decidiendo cuál de esas tomas va a contribuir mejor en la instauración de los juegos siguientes, en la persecución del juego definitivo, el juego deseado. Los juegos se van vinculando con un carácter que es a la vez transitivo y recíproco; es decir, cada uno es consecuencia del otro y todos se inciden mutuamente. Comienza a fecundar la superposición de juegos desdibujando reglas e identidades nítidas: por ahora, el ritual de las tomas preparadas, el juego del cut fotográfico, el juego de la elección. Además, en todos los juegos ya considerados, en los juegos a considerar, el azar, jugador elusivo e ingobernable, ha aportado y aportará su cuota aleatoria Todo está pronto para atreverse con los juegos fundacionales. La suma de intenciones, destrezas, hallazgos y azares que configuran el prodigio creador.
Juegos primordiales
En la raíz del juego creador está la idea. El precipitador de esa idea es, inevitablemente, un sentimiento. Ya fue dicho: el juego creador exorciza miedos, deshila presagios y desentraña temores. “En el origen de todo está el miedo”, propone Roland Barthes. (2) “Situándolo en el origen, el miedo adquiere el valor de un método; del miedo parte un camino iniciático”. Barthes está hablando de un miedo que no impone el ensimismamiento, que no paraliza la acción. Por el contrario, habla de un miedo que es afirmación vital: en tanto tememos, sabemos que estamos vivos. Un miedo que, incluso, provoca los rituales que terminarán domesticándolo.
Antes que el arte se llamara arte, cuando la imagen era intermediaria entre el hombre y sus dioses, la suma de miedos y angustias, la indefensión ante la omnipotencia de esos dioses invisibles, todo era conjurado mediante el juego creador. La imagen era la dimensión de lo humano ante la magnitud esquiva de lo divino. En el arte contemporáneo es la dimensión de lo cercano, el exvoto afectivo, el emblema esgrimido contra la arbitrariedad del transcurso vital. Los ejemplos abundan. Louise Bourgeois ha reconocido que la excesiva intensidad de las emociones implícitas en sus recuerdos puede llegar a ser aterradora. Para evitar ese grado abrumador, toda su creación se afana en dominar tales emociones, por organizarlas eligiendo una serie de metáforas e imágenes simbólicas. “De alguna manera, cada trabajo es modular, pero cada uno contiene una proporción de la emoción que viene asociada con ese lugar o esa situación; sin pretender añadir más, porque añadir más resultaría insoportable. Hacer una casa y dividirla luego en habitaciones, es una forma de depositar en cada una la emoción necesaria, haciendo que tales depósitos tengan sentido. La repetición del gesto actúa como embargo emotivo y convierte lo que sería un sentimiento caótico en un ritmo, en un arreglo, en algo manejable, ordenado”. (3) Alguna vez, José Luis Cuevas me participó que en todo su trabajo pulsaba un miedo a morir germinado en una larga dolencia de infancia. También, y en ocasiones con mayor vigor, arreciaba el miedo a quedarse ciego; entonces, la línea desplegaba virtudes visuales deslumbrantes, un vigor expresivo cercano a la opulencia. Seguramente, en la raíz de este “juego de manos” estuvo la presencia de ese miedo fertilizador, ya sea como elusiva aprensión o como nítida evidencia.
Hace algún tiempo Matilde Marín debió rendirse a la necesidad de operar su muñeca. Con la decisión sobrevinieron los temores sobre lo que la operación podría provocar en la movilidad de su mano. Una hacedora que había sabido convertir las manos en herramientas insustituibles, se sentía ubicada en una situación aprensiva aproximada. Si bien el temor no tenía el carácter constante y casi compulsivo que se puede entreleer en las afirmaciones de Bourgeois o de Cuevas, comenzó a actuar como origen de un “camino iniciático”, comenzó a nutrir las capas remotas del gran juego primordial. Sin duda, para cualquier artista que trabaje con imágenes la visión es importante. También es importante que esas imágenes concedan un sistema al caos emocional. Pero: ¿qué sucede con el vértigo de pensar una mano inmóvil? Pensar detenida la mano que guía, que concierta, que decide, que ejecuta. Pensarla despojada de sus destrezas. Por eso, más allá del corte fotográfico todo este “juego de manos” es una consagración del movimiento, de sus consecuentes habilidades.
La celebración, otra vez un juego, otra vez un ritual, se produce a través de un artificio sorprendentemente cercano al ilusionismo. Una delgada cuerda, una piola, se enlaza entre las dos manos. Luego, con movimientos elusivos, teje y desteje urdimbres de maravilla. A quien observa, le resulta imposible capturar las instancias del encantamiento. Ni siquiera los momentos sustraídos por el registro fotográfico logran desenmascararlo; apenas ofrecen secuencias igualmente sorprendentes. Esencialmente, no importa la disección del hechizo, lo que importa es la seducción del juego manual, los prodigios que despliega. La celebración no intenta verificar una hipótesis matemática, juega con el misterio, amaga la imposible posibilidad de revelarlo y, resignada, sabiamente, lo preserva. Prefiere, otra vez, otro juego, el ejercicio lúdico de la emergencia poética.
Juegos culminantes
La emergencia poética, uno de los juegos culminantes que convergen hacia ese “juego de manos” concebido por Matilde Marín. Emergencia poética que traspasa la atmósfera total, que da fragancias levísimamente distintas a cada una de sus componentes. Puede ser la gracia despojada y sugerente del pequeño registro fotográfico dialogando con el trazo curvo, reminiscente de un gesto suave, casi melancólico. Puede ser la fuerza luminosa de las manos tensando o ablandando la cuerda, apareciendo en la oscuridad, es decir, en una escenografía de lo indescifrable, definida por los grandes fondos apaisados. Puede ser la calidez de las cajas-retablos, donde un distanciado refinamiento alterna con una aspereza de sabores inmediatos. Matilde Marín divide su propuesta en módulos, pero esos módulos no tienen un valor regulador, no pretenden oficiar como embargos emocionales. Inversamente, no hay un contenido acto de constricción sino una asunción entusiasta, recuperadora. Las emergencias poéticas diversificadas, en esencia, remiten siempre a una intencionalidad común. Al mismo tiempo, mediante cada una de esas emergencias poéticas, el acto creador sublima y traspone sus orígenes: el miedo instigador, desencadenante. “La imagen poética no está sometida a un impulso. No es el eco de un pasado. Es más bien todo lo contrario: en el resplandor de una imagen, resuenan los ecos del pasado lejano, sin que se vea hasta qué profundidad van a repercutir y extinguirse. En su novedad, en su actividad, la imagen poética tiene un ser propio, un dinamismo propio”. (4)
El ser propio de estas imágenes poéticas es un segundo juego culminante, una nueva celebración: la del movimiento, su afirmación absoluta. Y el dinamismo propio conlleva la celebración de la libertad. El movimiento no es sólo poder hacer, es también poder optar, poder decidir. Las manos aprisionadas por la cuerda pueden deshacer sus frágiles trampas cuando quieren, después de todo han sido ellas quienes las han ido enhebrando. Esa celebración tiene algo de adagio ejecutado por un afinado quinteto de cuerdas. La sonoridad grave, espesa, apenas encendida por notas altas, de un contrabajo, en los grandes grabados murales. El tono barítono de un violonchelo en las delicadas y melodiosas variaciones de las cajas-retablos. El tono sencillo y cálido de una viola en los grabados predominantemente blancos. La filigrana rítmica de un violín en los frisos de pequeños grabados. El video, participando con la misma ambivalencia de un piano, virtualizando ese “juego de manos”, negándolo al trasladarlo a una realidad reproducida. En la ejecución requerida por ese quinteto, la ayuda tecnológica aporta sus virtudes a la plenitud del juego. Procesos digitales que depuran calidades gráficas a un nivel realmente asombroso; lo que es mejor, sin imposiciones autoritarias, suministrando tangentemente antes que reclamando protagonismo, con eficiencia y ductilidad antes que con la fascinación irresponsable del hallazgo insustancial. Sobre todo, sin enturbiar la serena belleza de las imágenes.
Tercer juego culminante: el rescate de un sentido de la belleza; riguroso, apacible, cadencioso, mesurado. Distante, muy distante, de los estereotipos publicitarios, de la superficialidad predicada por los paradigmas mediáticos. Matilde Marín pretende, y logra, reinstalarla en la profundidad de lo singular, de lo diferente. La palabra trajinada vuelve a ser un hecho creíble. Atendiendo a su poder persuasivo, a sus multiplicados y cambiantes matices. Donde el delicado equilibrio de rasgos formales, de selectivos acentos cromáticos, adquiere sustancia por la constante interacción con la demorada musicalidad del clima y las renovadas emergencias poéticas. El deleite no se detiene en un plano puramente sensorial, busca impregnaciones intimistas; sutilmente, sin amaneramientos y sin retórica. En este “juego de manos” la belleza toma también distancia de la funcionalidad reclamada por el credo modernista. Es funcional en la medida que sabe seducir, que tiene la capacidad de conmover. Es útil en la medida que aventura al contemplador en el último y más significativo de los juegos: la comunión sensible y reflexiva; después, el vuelo imprevisible de la imaginación.
1) Philippe Dubois: El acto fotográfico. Editorial Paidós. Buenos Aires, 1986.
2) Roland Barthes: Lo obvio y lo obtuso. Editorial Paidós. Buenos Aires, 1992.
3) Mercedes Vicente: El cuerpo de las emociones. Conversación con Louise Bourgeois. Revista Lápiz, N°117. Madrid, 1995.
4) Gastón Bachelard: La poética del espacio. Fondo de Cultura Económica. México DF, 1986.