por Adriana Lauria
Galería Patricia Ready, Santiago de Chile, 2010
Cartones y papeles, piolines, ramas, piedras, cintas de embalaje, bolsas, alimentos, pompas de jabón y hasta líneas en el espacio, son convocados por Matilde Marín en estas series de fotoperformances.
Las manos de la artista, común denominador de todas las imágenes, tutelan la inclusión de los objetos y los activan fáctica y semánticamente. Los sostienen, juegan con ellos, los ofrecen, los acarician, enfatizándolos y transformándolos.
De ellas no sale un producto plástico concreto –una escultura, un grabado, un libro, una construcción en papel, acordes a su formación y trayectoria–, sino que sus gestos y la expresividad de su comparencia física, crean imágenes de fuerte carga simbólica que reemplazan la factura artesanal y apuntalan el poder estético de una idea. Se trata ante todo de una cuestión de intensidad.
Su puesta en escena comenta, casi mejor que de cualquier otra manera, la relación entre el ser (artista) y el hacer (artístico), esa todavía sorprendente indiferenciación, que amalgama en el acto creador, objeto y sujeto.
Procedimiento: el camino hacia la imagen
La complejidad del método, que implica un trabajo en equipo, habla de la posición poética implicada. Tras la elaboración del guión y los ensayos realizados con sus asistentes, es un técnico quien efectúa en su estudio las tomas fotográficas. De esta manera se gesta la distancia necesaria para que la artista agudice “su mirada” sobre elementos y posturas, sobre como se ve realmente aquello que imaginara. Y en esta doble y dialéctica intervención –de exhibicionista y de “voayeur”–, elige, ajusta, encuadra, define, tanto en el momento de selección de pruebas como en el proceso de laboratorio. Allí se completan los efectos de oscurecimiento periférico y la acentuación de las luces que bañan y realzan las imágenes. El tamaño y el número de copias son determinados con los mismos criterios que ha adoptado para sus grabados. Tiradas reducidas o con características especiales para cada ejemplar, limitan la profusión a la que el múltiple daría lugar, contradiciendo esta condición y transformándolo casi en pieza única.
Los tonos sepias, logrados con película color copiada con proceso blanco y negro, refuerzan formas y actitudes, y los recubren de cierta pátina de nostálgica antigüedad. Las composiciones remiten al género de la naturaleza muerta, que es tratado con el claroscuro y la teatralidad propios de la pintura barroca, período de la historia del arte en la que esta tipología se consolida.
Juego de Manos
Comenzada en 1999, la serie se desarrolla fundamentalmente durante el año 2000. Al cruzar el límite del siglo parece buena idea, dentro de los obligados balances y la incertidumbre presentida ante cualquier final, retomar ciertos principios.
A partir de un piolín atado en sus extremos y de la acción manual, pueden tejerse toda clase de figuras, de las más sencillas a las más complejas, dependiendo de la habilidad de los participantes. Rememorar un juego elemental, puede no ser simplemente el síntoma de un estado nostálgico, sino un intento por buscar los fundamentos de una actividad a la que se ha dedicado toda una vida. Las manos cobran aquí protagonismo en la urgencia por mostrarse como instrumentos que se han mantenido fieles al servicio de una voluntad creativa, y que han desarrollado la destreza de plasmar emociones y conceptos en obras. Por su intermedio se rescata la idea de aquello que de juego el arte posee, en cuanto actividad que se desarrolla dentro de sus propias reglas, que no tiene, al menos en el momento de su gestación y elaboración, ningún interés fuera del de satisfacer una pulsión espiritual.
La evocada infancia, plantea que el “juego de manos” no es sólo “juego de villanos”, sino que puede, y cada tanto conviene, recuperar la frescura casi ingenua y la ilusión con la que alguna vez se afrontó la actividad artística.
El sentido de la serie es más que nada introspectivo, pero también se abre invitando al espectador a tomar parte.
Maderas flotantes
También iniciada en 2000, alude a su primera juventud, cuando la familia se traslada a la Patagonia, y ella, instalada en Buenos Aires, pasa sus vacaciones viajando desde los valles de la provincia de Río Negro hasta Santa Cruz. Allí descubre y comienza a coleccionar las fantásticas ramas y piedras, que pacientemente el agua y el viento, han ido desbastando y puliendo.
Los objetos encontrados a la deriva o en el fondo de los ríos y los lagos patagónicos, se lucen por su propia belleza intrínseca e inducen a rememorar un paisaje imponente, fascinante y, para la artista, portador de todos los atributos del sosiego: “… es tan plácida la imagen” –reflexiona–, “las maderas se vacían por dentro y queda una cáscara fuerte que las hace flotar”.
El gran atractivo y variedad visual de cada piedra y cada rama, despliega el caprichoso poder formativo de la naturaleza, así como no oculta la melancolía existencial de lo erosionado por el paso del tiempo, pero su inclusión pretende, sobre todo, apropiarse de la placidez y belleza de las insoslayables mutaciones producidas durante el ciclo vital.
Juegos iniciales
La magia que líneas y puntos –unidades básicas de cualquier propuesta visual– puedan contener, es el tema de esta serie realizada durante 2001. Aquí se juega a la prestidigitación, y de los pases de manos surgen paralelas unidas por perpendiculares, hileras de puntos o círculos levitando sobre una horizontal invisible. El proceso necesario para crear esta ilusión, lleva a simular las actitudes que, posteriormente, se completan con los dibujos ejecutados a mano alzada, ya sea como línea positiva en el espacio o como trazo luminoso trucado con la ayuda de la sensibilidad del papel fotográfico.
Todo creador sabe que parte de la efectividad del arte está en estos recursos ficcionales, pero también tiene conciencia de lo reales que pueden tornarse. Problemáticos y esquivos a veces, en ocasiones se convierten en invalorables cómplices. Ponerlos en el centro de la escena no hace otra cosa que revelarlo.
Bricolage contemporáneo
Luego de los conflictos políticos y económicos que desembocaron en el estallido de diciembre de 2001, la crisis sobrevino en forma aplastante sobre los argentinos y las consecuencias sociales y morales se volvieron cruelmente evidentes durante el siguiente año. Es entonces cuando Matilde Marín comienza esta serie que continúa hasta hoy, tratando de plasmar un tema delicado y doloroso, sin renunciar a la metáfora poética –como cualquier artista bien nacido debe hacer–, evitando cuidadosamente la mera protesta panfletaria.
Fragmentos de papeles, cartones y plásticos, enseres de embalaje como la cinta engomada con la palabra “frágil” –que parece aludir a más de una realidad–, bolsas de las que últimamente se usan en la campaña de selección y recuperación de residuos con leyendas en color verde –color del reciclado, de la ecología pero también de la esperanza–, dan inicio a este conjunto.
El embellecimiento de los desechos utilizados, conseguido por una esmerada iluminación, así como por los diferentes pasos técnicos implicados–desde la toma hasta el copiado final–, está singularmente ratificado por el gesto corporal, que los muestra en sutil actitud de ofrenda.
Esta estetización parece corresponderse con una valoración de estos materiales de desperdicio que pueden transformarse en “preciosa” mercancía, cuyo producto, obtenido con esfuerzo, dé de comer a una familia. Parábola de la alquimia del arte que transmuta en hermosas imágenes los elementos más depreciados, las actitudes más triviales, los gestos más cotidianos, aquí se pone el foco en la posibilidad de que esa clase de conversiones trasciendan en bien social. Las implicancias éticas de este tipo de proposiciones, resignifican los alcances de la acción estética.
En ese sentido es que la posición de los brazos forma la concavidad que podría mecer a un bebé, y la fotografía en que este gesto aparece vacío, evoca la orfandad de todo recurso. Pero también se constituye en el lugar en donde instalar una promesa. En cada una de las composiciones se construye progresivamente una metáfora en la que se va mostrando, a partir de la urgencia de “no tener nada entre las manos” o de “quedarse con las manos vacías”, que también existe un mundo de probabilidades. El hueco se hace evidente al romperse y desaparecer las falsas promesas que encubren una expoliación, a la que Argentina y un número creciente de sus ciudadanos son sistemáticamente sometidos desde hace años. Disipados los espejismos quedan nuestros brazos para arrullar y construir un futuro incierto, áspero, pero no imposible. Y esa construcción requiere de un primer acto de donación, de esa ofrenda que toda catástrofe reclama. Los brazos se van llenando: de envases vacíos, de papeles, cartones y plásticos, de todas las cosas de las que se valen aquellos que viven de reciclar la basura. Marginados por la creciente desocupación que impera desde hace más de una década, recurren a este oficio de “cartonero” que implica revolver y separar lo que para algunos es desperdicio, y que para otros se transforma en recurso para la subsistencia diaria.
La actitud de ofrenda continúa en piezas sucesivas. Ahora los brazos se llenan de alimentos: frutos, carne, pescado, leche, todos productos que la feérica naturaleza del país insiste en ofrecer y que, tanto el retraso cultural y educativo como la injusticia distributiva, convierten en motivo de ignominia comunitaria. La desnutrición hace estragos en una tierra que tiene la capacidad de producir alimento suficiente para un número de personas varias veces superior al de sus habitantes. A esta realidad se opone el bello gesto del acto solidario, el milagro de la transformación, el señalamiento, y por ende la toma de conciencia de las posibilidades que tenemos entre manos, si somos capaces de vislumbrarlas, de compartirlas, de procurar su concreción y defensa.
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