Por Cintia Mezza y Javier Villa
Buenos Aires, 2025
“Nunca hemos estado separadas. La electricidad también es una red de parentescos.” Donna Haraway, en Manifiesto Cyborg.
“Las mujeres aprendimos a movernos en mundos rotos. Hacemos arte con lo que arde.” María Lugones, en Colonialidad y género.
“Las emociones también son fuerzas eléctricas: nos afectan, nos mueven, nos atraviesan (…) el archivo no guarda el pasado, lo vuelve a hacer sentir.”
Sara Ahmed, en La política cultural de las emociones.
“Hay una herida en el lenguaje, y también una salida.”
Gloria Anzaldúa en Borderlands/La Frontera.
Las corrientes alternas no son solo líneas que se cruzan, sino flujos que resuenan en el contacto, energías que comparten un mismo campo magnético. Matilde Marín y Margarita Paksa son polos de una misma carga cultural, donde sus obras se activan con distintas intensidades. En ellas, el arte no es solo forma sino también vacío o voltaje. La electricidad, aquí, no alimenta máquinas: enciende miradas, activa memorias y propone ver al mundo fracturado de otros modos.
Matilde, una corriente continua de silencios, tiempos lentos y formas arquetípicas; Margarita, una descarga político-eléctrica insurreccional que apuesta a desconfiar de las palabras. Ambas artistas cruzaron caminos, compartieron contextos, e incluso silencios, pero no formaron una corriente continua sino algo más potente: una alternancia de energías, una vibración generosa. Dos trayectorias que, al caminar juntas, se iluminan mutuamente revelando maneras diversas de leer el colapso.
Paksa fue una figura clave del conceptualismo argentino desde fines de los años sesenta. Su trabajo explora los sistemas de control y la condición política del cuerpo y del lenguaje, con una rigurosidad que articula lo formal con lo experimental. En su obra, el signo se vuelve un campo de tensión entre sentido y represión; entre la posibilidad de enunciación y la censura. En Marín la imagen deviene documento silencioso de un mundo que se desvanece: ruinas, paisajes atemporales o abandonados, silencios acumulados que hacen del vacío una zona de interrogación. Ambas artistas buscan, en las fracturas del lenguaje y en las sombras de la imagen, formas posibles para una sensibilidad crítica.
A lo largo de su carrera, Paksa impugna al lenguaje como tecnología de poder. Su obra Fuego (1969) se presenta como un blanco, pero actúa como un disparo poético. Alude a lo urgente, lo amenazante, lo incendiario, tanto en términos sociopolíticos como artísticos. Su diseño gráfico, en rojo y negro, funciona como advertencia visual. Pero en verdad, algo en la imagen ya está fuera de tiempo, la palabra ya está en llamas. En la serie Silencio (1967), genera un espacio hermético pero transparente; vibrante, aunque suspendido. Un campo visual donde lo dicho y lo no dicho coexisten en tensión. No es un silencio pacífico, sino impuesto por el trauma y la violencia institucional. Los cubos de acrílico cristal son contenedores sin contenido, volúmenes que materializan lo callado, la imposibilidad de expresión. La transparencia no revela nada. Al contrario, amplifica el silencio al exhibirlo.
Marín trabaja con la luz y la sombra como materias sensibles, utiliza el lenguaje en blanco y negro propio del archivo como forma precisa en su poética visual: periódicos intervenidos, fotogramas detenidos o la memoria frágil del papel efímero. En sus obras, el pasado no es nostalgia, sino registro. Un cielo quebrado que arde en humos abstractos y que narra historias que duelen sin gritar. En su obra Cuando divisé el humo azul de Ítaca, no documenta el mundo, sino que lo evoca. Las imágenes no son narraciones cerradas, sino umbrales hacia una memoria futura. Ruinas en construcción. Un tiempo que aún no se deja fijar. A diferencia de la precisión fría del acrílico, el humo de Marín es materia fugitiva. Flota amenazante antes de desvanecerse. No promete transparencia, sino opacidad. No revela: sugiere, enturbia, desvía.
En Paksa, el silencio es estructura; en Marín, atmósfera. Una construye con el vacío, la otra con la disolución. Pero en ambas, hay una voluntad de dar forma a lo inasible, a lo que no puede ser plenamente dicho. En este sentido, tanto el acrílico como el humo operan como materias de la ambigüedad: lo que parece transparente, lo que se vuelve opaco, lo que parece flotar, lo que no se deja asir. Ambas artistas trabajan con estrategias mínimas — la imagen del humo, del vacío, la palabra y los signos gráficos— y con una conciencia aguda del peso político y emocional del lenguaje. La obra de Paksa se inscribe en un contexto marcado por la represión y la vigilancia. La de Marín medita sobre los efectos difusos y devastadores de la realidad mediatizada.
Allí donde las políticas y las palabras fallan, donde el sentido se vuelve opaco o se esfuma, las artistas nos conducen hacia una ética de la atención, hacia una forma de estar en el mundo que no niega su complejidad, su violencia ni su belleza. La exposición propone abrir esa zona de interferencias con una selección de obras de cada artista, y activar una cámara de resonancia entre las dos trayectorias, que aquí se espejan, se alteran y dialogan en idéntica o remota vibración.

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